Santa María y San Vicente el Real

El más antiguo de todos los cenobios segovianos femeninos, que empezó siguiendo la regla de San Benito, fue el monasterio de Santa María y San Vicente el Real, cuyo edificio sigue presidiendo, imponente, el cauce del Eresma desde las huertas de San Lorenzo, en la capital, aunque desgraciadamente las hermanas han abandonado ya su casa de tantos siglos. Seguro que lo has admirado decenas de veces paseando por la ribera derecha del río y seguro también que te ha sorprendido por su tamaño, su mezcla de estilos y su aparente caos arquitectónico.

Cistercienses
Cistercienses

A falta de datos de su retirada vida privada, las tumbas de estas damas con nombre propio se nos revelan ahora como una muestra más del caos estructural del edificio y aparecen diseminadas sin orden ni concierto aparente a lo largo y ancho de sus espacios. Tanto en la vida como en la muerte San Vicente el Real nos sorprende pues, al igual que en un juego de exploración, se necesitarían más de un par de buenas pistas para llegar a descubrir la última morada de sus antiguas regidoras.  

Nos lo cuenta nuestro cronista J.A. Ruíz Hernando y aquí te pongo el enlace por si es de tu interés. 

Si hay algo que llama actualmente la atención de este peculiar monasterio no es ya su olvidado pasado sino su edificio, su marcado desorden arquitectónico, su imagen imposible, sus mil y un tejados amontonados y el aura de misterio que guarda de tantas generaciones de mugeres como residieron dentro de sus muros. San Vicente se asemeja a un enigmático laberinto oculto a los ojos del profano curioso, que tendría ciertas dificultades para encontrar su camino en su interior.

La clave de su peculiar arquitectura estuvo sin duda en la adaptación de sus muros a los cambios que se fueron produciendo con el paso del tiempo. Dicen que este mini universo femenino debió reunir a religiosas profesas pero que también acogió a damas que decidieron retirarse del mundanal ruido, junto con la servidumbre de todas ellas, y el intrincado galimatías de San Vicente fue adaptándose así a las necesidades de una sociedad cambiante pero jerarquizada, donde había que arbitrar nuevos espacios según la posición social de las residentes.

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