Mediadoras
Además de donar bienes y fundar monasterios, la función quizás más evidente de la mujer noble fue sin duda la pervivencia de su propio linaje y estirpe, impuesta desde el propio poder gracias a matrimonios concertados, ya por razones políticas, económicas o simplemente por sentido de clase. Para ello, las nobles y reinas de estos siglos estuvieron obligadas por defecto a ser muy fértiles y a parir muchos vástagos. Además, por matrimonio de estado, se convirtieron en mediadoras.
Para empezar, estas damas o aprendices de dama, que eran prometidas casi desde la cuna en muchos casos, casaban siendo aún niñas, y esto ya te puedes imaginar que condicionaba, en un principio, la maternidad.
Alfonso
X
estuvo a puntito de repudiar por estéril a su esposa, la niña de poco más de
once años Violante de Aragón, pero su
paciente espera tuvo posterior recompensa con más de una decena de hijos e
hijas legítimos, a los que habría que sumar los que tuvo con sus concubinas
oficiales y oficiosas.

No fue el rey sabio el único que se benefició de esa poligamia organizada, totalmente consentida para el varón y castigada en la mujer; por citar algún caso, su antecesor Alfonso VI, el del Cid, tuvo cinco esposas y dos concubinas conocidas y repudió a su primera esposa, Inés de Poitiers, la que aparece en el Fuero latino de Sepúlveda, por no darle ningún vástago.
La política matrimonial que siguió Alfonso VII, el hijo de Urraca, para sí mismo y para sus hijos habló por sí sola y el sobrenombre por el que fue conocido no hace más que aclararlo, el Emperador.
Este Alfonso no solo se granjeó el favor de los condes catalanes y del reino de
Navarra por su primer matrimonio con Berenguela de Barcelona, sino
que también intentó ligar lazos familiares a través de su progenie con todas
las fronteras de su reino, fuera
Portugal, Sicilia, Francia o el mismo sacrosanto Imperio, gracias a
pactos matrimoniales, aun con parientes menos próximos.
Así lo hizo también en su segundo matrimonio, con Riquilda, la emperatriz de origen polaco castellanizada como doña Rica y emparentada con la dinastía germana, que deja clara una política imperial que acabó por cierto con su muerte, pues no pareció encomendarse a nadie para dividir su imperio entre sus hijos, pasando León a Fernando II y Castilla a Sancho III. Alfonso prefirió así optar paradójicamente por fragmentar un reino que durante toda su vida se había ocupado en engrandecer.
